La muerte de aquel sanguinario pirata que era socio de la reina de Inglaterra Isabel I, en el siglo XVI, debió ser horrible y nos recuerda cómo los españoles le aplicaron al pirata más sádico una receta inapelable. Francis Drake fue venerado en Inglaterra como un icono de la Edad de Oro de la piratería y sus descendientes veían como aceptables sus sanguinarios comportamientos, como también lo consideran al hecho de haber sido un país convertido en los mayores traficantes de drogas que la historia ha conocido, durante la famosa “Guerra del Opio” contra China. Lo curioso es que, de nuevo, como ocurriera con el malvado Drake, siglos atrás, la jefa de la banda era la reina de Inglaterra.
“La persecución se hacía cada vez más intensa, mientras que dos docenas de perros y 300 jinetes seguían a las huestes de Drake a través de la selva del Darién. Alta humedad, caimanes, mosquitos de alta gama, indios cabreados, la ropa pegada al cuerpo, agua en las botas, la luz penetrando las copas de los descomunales árboles en una atmósfera irreal; y un marcaje al hombre como antes nunca se había visto.
Cerca de medio centenar de piratas ingleses que habían sido emboscados tras una fallida entrada en el istmo de Panamá y sus correrías se habían visto truncadas ante la alerta en la que estaban instaladas las guarniciones locales. El corso se había puesto muy difícil desde que los españoles se habían fortificado a conciencia en previsión de evitar ataques como el sucedido en Cartagena de Indias años atrás.
No es fácil saber si Francis Drake lamentó en sus postreros momentos haber conocido el Caribe en particular, o a los españoles en general; pero al parecer según estadísticas, éramos su karma. Desde su dura derrota en San Juan de Ulua en 1568 a manos españolas, había incubado un rencor incontenible.
Se vengó arrasando Cartagena de Indias y hundiendo una veintena de navíos en Cádiz durante la preparación de la Felicísima Armada para la demorada invasión a Inglaterra, y echándole el guante a un galeón del tesoro con jugosos dividendos. Pero eso fue todo, era un mito sobredimensionado.
A este sir y corsario, venerado en Inglaterra como un icono o paradigma de la Edad de Oro de la piratería insular, se le ha hecho un traje a medida y sus descendientes ven como aceptables comportamientos que hoy habrían sido calificados de delitos de lesa humanidad. Por eso, cuando cayó en la morada del olvido, nadie lo lamentó; ni siquiera su propia reina (Isabel I) a la que había defraudado unas cuantas veces de pie y tumbado.”